domingo, 26 de septiembre de 2010

El elefante

No tardé mucho en darme cuenta que el asistente de la biblioteca era un elefante. A medida que pasaba mi mirada por su trompa, por sus cortas, pero gruesas piernas, y por su ridícula corbata con dibujos de manubrios, no pude dejar de preguntarme si era un elefante parlante. Sin dudas lo parecía, o al menos era un elefante inteligente; seguramente podía calcular un logaritmo natural sin problemas (sólo los elefantes con algo de raciocinio usan corbata). Luego me pregunté por qué estaría parado sobre sus dos patas traseras. En realidad no por qué, sino cómo. Dicha forma de pararse para dicho animal contradecía no sólo absolutamente todas las leyes de la física, sino también muchas de la química, la filosofía, la zoología, e incluso de la alquimia, esa antigua disciplina tan llena de misterios.

Debí hacer un gran esfuerzo para que mi hilo de pensamientos no me alejara del objetivo original: conseguir una copia del nuevo libro de Stephenie Meyer, “Atardecer”, para quemarlo ceremoniosamente al compás de un tambor. Me dispuse a preguntarle al paquidérmico bibliotecario si la novela se encontraba en el sistema, cuando me di cuenta que no podía. El elefante no podría de ninguna manera presionar los botones necesarios para obtener la información que yo necesitaba. No, no podría, excepto que… Mientras me inclinaba lentamente sobre el mostrador para fijarme si el teclado era de proporciones gigantescas (hay tantos inventos en el mercado, que bien puede haber teclados para elefantes), tomé conciencia de otro impedimento: el elefante nunca podría usar una computadora, ¡le tendría miedo al mouse!

Estaba disponiéndome a huir de la biblioteca, hacia la libertad, cuando tuve la brillante idea de preguntarle de todas formas si tenía el libro, arriesgándome a que el elefante fuera mudo y quedar en ridículo. Sin embargo, antes tenía que saber su nombre, para no parecer maleducado. Miré de reojo a su compañera, una jirafa con sombrero, y me di cuenta que había muchísimos más animales en la biblioteca. Mientras ese zoológico carnívoro comenzaba a devorarme, tomé conciencia de que no necesitaba preguntarle su identidad: en el pecho del elefante había una etiqueta que decía claramente, escrito con una caligrafía perfectamente legible, su nombre: Alejandro.

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