martes, 21 de diciembre de 2010

Religón

Desde el año 2300 aproximadamente, todos eran ateos. O al menos eso le habían dicho a Alejandro. Lo cierto es que sus padres lo habían educado para que no creyera en dios, así como sus abuelos a estos.

El chico tenía, en su colegio, un bloque obligatorio en el que debía estudiar a Darwin y el origen de las especies; en otro se discutía la vida más allá de la muerte y en el tercero, menos filosófico y el que menos le gustaba, hablaban de por qué las sociedades antiguas creían en dios (cómo la religión era símbolo de poder; cuándo se había convertido en un negocio).

Nunca le habían contado de la Revolución que cambió todo. Las evidencias de la quema de iglesias, sinagogas y mezquitas se habían, valga la redundancia, quemado. El atentado al Papa fue narrado en los diarios como un accidente. Las horcas que habían servido de consumación del cambio se habían armado en secreto, en un paraje desierto. Allí habían muerto altos dirigentes religiosos. Antes ricos y poderosos, dejaron de respirar vestidos en harapos, sucios y llorosos, rogándole al dios que habían utilizado durante toda su vida. Con sangre y fuego se había tachado todo lo divino de la faz de la Tierra.

Alejandro tenía miedo. No se lo decía a nadie, pero temía a la muerte. Se dio cuenta en la adolescencia que en algún momento iba a dejar de existir y no iba a pasar nada más.

No era el único al que la pasaba esto. Muchos sufrían una crisis así en algún momento de su vida. A veces el sentimiento se prolongaba mucho tiempo. Para distraerlos, para hacerlos sentir más vivos, para hacerles olvidar, el gobierno había instaurado diversos juegos y establecimientos de diversión gratuita.

La gente iba, quizás con demasiada frecuencia. Deberían haberse dado cuenta, llegó un punto, a mediados de los cincuenta, en el que había una cola de veinticinco personas en cada C.D. (Centro de Diversiones). Alejandro a veces pasaba por allí, pero prefería leer, investigar. Buscaba libros sobre el tema que más le preocupaba, aunque sin demasiado éxito.

Ya era una costumbre que sacara, una vez por semana, un libro que le parecía que contendría información relevante. Así, un día encontró uno que hablaba del Cielo, de los ángeles, de las buenas acciones que te llevaban arriba y las malas abajo. Y se obsesionó con el tema.

¡Por fin le había encontrado solución a la vida! ¡Iba a poder dormir sin pensar durante horas en la cama!

Hizo un grupo secreto en su facultad; se reunían a rezar y hacer buenas acciones. Comenzaron a sospechas, así que se movieron a su sótano. Alejandro dejó de trabajar. Total, ¿para qué? En el Cielo todo iba a ser perfecto, sólo se esforzaba en complacer a Dios. La vida de acá no importaba. El único y verdadero propósito de estar en la Tierra era ganarse una parcela celeste.

Dejó de estudiar, de trabajar. Copió las vestiduras de una imagen de un monje de un libro y se encerró, lejos de su familia, en una casucha en las afueras. Se volvió un ermitaño. Y lentamente comenzó la divina tarea de idiotizar a los campesinos que merodeaban por allí

Pronto el gobierno se enteró, y mandó discretamente fuerzas policiales para encerrarlo.

Ese día hacía mucho viento. Los cuatro agentes comenzaron a rodear la casa del hombre, cuando este salió; parecía que había adivinado la presencia de sus futuros guardianes.

Comenzó a nublarse. Cayó una lenta garúa que se convirtió rápidamente en lluvia. Rayos, truenos. Los cuatro individuos de azul se asustaron, pensando que quizá el hombre al que iban a apresar tenía algo de divino. Casi se podía sentir la furia de Dios.

Pero no. Era sólo la tormenta. Cesó, se lo llevaron y luego persiguieron a los otros miembros del grupo del preso, destruyendo así el germen que, según la gente en el poder, podría haber corrompido nuevamente a la humanidad.

jueves, 16 de diciembre de 2010

En mi mundo natal

En mi mundo natal, la energía solar era emitida por nosotros, las personas. Bueno, realmente no debería decir “personas”, nuestra autodenominación era otra (pero no puedo transcribirla por las propias limitaciones del habla humana).

Debíamos aprovecharla al máximo porque no conocíamos las ventajas de la energía eólica, nuclear, o de vuestro famoso, aunque ridículo combustible fósil supercontaminante. Lo único que llegábamos a entender era que nuestra felicidad era absorbida de algún modo por esas omnipresentes Máquinas, que cargaban así las baterías de todo, como nuestras “naves”.

Se afirma que el cuerpo humano es un misterio. Pregunto yo: ¿no es un enigma mayor que la energía solar solo fuera producida cuando lo que ustedes tienen en forma de serotonina fuera secretado por nuestras glándulas? No quiero saber por qué el Todopoderoso nos hizo así; su Plan es perfecto e incuestionable, sin duda alguna.

Para aprovechar al máximo esta especie de bio-combustible, el Gobierno Central decretó una ley en el Momento 2,493828172727129129e+43 que forzaba al ciudadano común a asistir a diferentes eventos diarios. Y de ese modo comenzó mi rutina obligatoria. Debía escuchar varias veces al día una selección de los mejores chistes, ir al circo una vez por mes, así como el cine. Otras actividades recreativas se volvieron gratuitas también (nuestros deportes autóctonos, los cuales no voy a describir, lugares para ir a bailar y cantar).

Al año de esa ley comenzaron a haber apagones repentinos en la ciudad. El gobierno, entonces, abandonó toda pretensión, y abolió los matrimonios. Según científicos, el 57% de las parejas se peleaban, y eso debía ser corregido. Fue obligatorio cantar en la ducha, así como consumir glucosa en el desayuno.

La droga lentamente se legalizó. Vivíamos en un mundo de constante despreocupación, llenos de distracciones, pero no realmente contentos. Nuevamente el gobierno se había equivocado. La emisión de energía bajó un 50%; sólo podíamos usar artefactos eléctricos dos horas por día, lo que irónicamente nos ponía menos felices. Nuestro mundo se estaba derrumbando por haber querido aprovechar más la energía gratuita, ilimitada y definitivamente involuntaria que salía de nosotros.

Huí a la Tierra hace exactamente dos años hoy. Vivo tranquilo en mi pequeño departamento con total libertad para decidir que pensar. Mi cuota de luz es muy baja, e incluso a veces no necesito tocar un interruptor para dar energía a la habitación.

viernes, 29 de octubre de 2010

Controlar el ascensor

Siendo el edificio donde vivíamos de tal magnitud, era lógico que la posesión del ascensor fuera tan importante. Bajar o subir por el único que había era siempre considerado una victoria, más todavía si lograbas viajar solo, o al menos no apretujado con una gran parte de una docena de personas (es automático y si lo llaman mientras está andando, se detiene en ese piso cuando pasa por él).
El primer día de la Guerra fue el 10 de Noviembre, pero todo había comenzado mucho antes: ya en Octubre los Finuchetti dejaban abierta la puerta del vehículo vertical en su piso, con mala intención, para que no se escapara. La semana siguiente trajo una sorpresa: la puerta de esos malvados apareció con ralladuras en la madera, y el ascensor apareció estancado, con su picaporte atado con una cuerda a la puerta del departamento del 7mo B. Creo que allí vivían unos recién casados. Lo único que sé es que no aguantaron ni tres semanas más al empezar la verdadera pelea y abandonaron su hogar para siempre.
El ascensor fue cambiando de manos durante un tiempo; de una forma relativamente pacífica. Palabras cruzadas, se llegó a ver alguna que otra piña, pero nada más.
Al igual que la Primera Guerra Mundial, todo estalló por un atentado: no al el heredero de la Corona imperial austro-húngara, sino a la viejecita del segundo piso. Lamentablemente, debo admitir que yo fui el victimario. Estaba bajando en el glorioso aparato a la verdulería, cuando me di cuenta que este estaba a punto de detenerse. Tenía un plan, y este consistía básicamente en cuatro bombitas (globos) rellenados con agua. Apenas se abrieron las puertas, se las tiré en la cara, y explotaron. Así de fácil y rápido. Doscientos gramos de agua y un poco de aire fueron la causa de esta lucha incansable que continúa hasta hoy.
No me alcanzan las palabras para describir lo que sucedió durante los siguientes días. El vecino de la anciana se enfureció y me persiguió, bajando por las escaleras mientras yo iba por el ascensor, para darme una tunda. Mis hermanos se vengaron. La familia del hombre también. Se inició una larga cadena de ataques; mi grupo estaba apoyado principalmente por mi familia, muchos de los chicos del edificio, y los inquilinos de los pisos superiores. El resto estaba con la mujer mayor a la que había atacado en un principio. Se hacían llamar “Los damnificados”.
Las armas eran diversas: naranjas, duraznos y manzanas de la frutería-verdulería de Fabián, tizas que los estudiantes robábamos de las escuelas, brillantina que tirábamos en la cara de los otros.
El que controlaba el ascensor tenía una gran ventaja, claramente. Mi papá había encontrado la forma de lograr que el ascensor no fuera automático, así que durante el mes de Diciembre podíamos ir rápidamente a cualquier piso y derramar baldes con lavandina en el piso para lastimar la nariz de esos malditos. Guerra psicológica según mi viejo; creo que no significa eso.
Hablando de mi papá, se fue de viaje por negocios; me dejó a mí, a pesar de tener sólo 17, como jefe del clan. (En Navidad los dos grupos se subdividieron: ahora somos ocho y parece que los Menéndez se quieren ir también a lo del clan de los del cuarto)
Me manejo bastante bien como líder. Las decisiones difíciles las comento con mi hermano mayor, y estamos ganando terreno. Ayer recuperamos una pequeña parte de la escalera de servicio. Creo que el fin de esto no se encuentra lejos; en algún momento se calmarán los ánimos. Sin embargo, le tengo miedo a lo que podría pasar en la próxima reunión de consorcio.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Privacidad

La privacidad es un tema muy importante. Más en la actualidad, cuando es casi nula. Todo lo que posteamos en forma digital persiste indefinidamente, según mi profesor de catequismo.

Y no crean que es paranoia [al menos no todo]. Hay gente detrás de la cortina con gigantescas bases de datos con nuestra información personal: números de cuentas bancarias, direcciones, contraseñas, la forma de las llaves de nuestras casas u oficinas (que podrían replicar en un abrir y cerrar de ojos), nuestra religión, ideología política, incluso nuestros gustos.

Mucha de esta información podría y será utilizada en uno de esos secuestros Express, tan populares ahora, como le sucedió al primo de la amiga de mi peluquero [teoría de los seis grados, lo has hecho de nuevo].

Las redes sociales son incompatibles con nuestra forma actual de vida: ¿cómo podríamos seguir utilizando tarjetas de crédito, débito y demás, sabiendo que en cualquier momento, un desconocido a miles de kilómetros de distancia nos las puede robar a través de la Web? Por eso ya cancelé mi tarjeta del Banco Francés, y la semana que viene se me da de baja la de American Express. De más está decir que ahora siempre me manejo en transporte público, y dejé de usar mi collar de perlas.

Ahora, ¿cómo comparto esto con mis amigos? ¡Quiero comentarios, y notificaciones!

miércoles, 6 de octubre de 2010

Ajedrez

La vida casi es una gigantesca partida de ajedrez. Al menos, tiene ciertas semejanzas. Por ejemplo, en las guerras, el objetivo principal es matar al comandante enemigo, se sabe que si la cabeza perece, el cuerpo termina desapareciendo también.

Además, cada persona se mueve diferente por la vida, y tiene puntos fuertes y débiles, al igual que las piezas de ajedrez.

Transitamos como peones hasta lograr un título, y así convertirnos en Alguien.

Nos rodeamos de gente más débil de nosotros para protegernos.

Nos manejamos dentro de un mundo tan pequeño que una decisión, por más pequeña que sea, influye significativamente.

Muchas veces conseguimos lo que queremos actuando de forma repentina, tomando por sorpresa al otro.

Sin embargo, hay una diferencia entre la vida y el ajedrez: cuando uno no tiene nada que hacer con su vida por algún factor, si no sabe que mover a continuación, o no puede hacer nada, no son tablas, es jaque mate.

lunes, 4 de octubre de 2010

Loop

Siempre era lo mismo. Se despertaba, desayunaba tres tostadas con mermelada, apurado, porque estaba tarde, salía y, mientras bajaba el ascensor, se ajustaba la camisa y la corbata.

La tormenta, sin llegar a ser terrorífica, lo dejaba hecho una sopa ni bien ponía un pie afuera del edificio. Corriendo y sin paraguas (apenas la capucha del impermeable), llegaba a la parada y se perdía al colectivo por unos pocos segundos.

Refunfuñando, se paraba bajo la protección de un techo, y sacaba Rayuela de su mochila. Justo en ese momento se ponía a llover de lado, y el libro quedaba estropeado por el agua.

Ya más enojado, trataba de distraerse mirando a los autos pasar. A veces un desconocido que esperaba la misma línea que él se le ponía a hablar; en ese caso, él se mostraba simpático, aunque sabía que la persona, en algún momento, diría algo completamente irracional y se iría corriendo. Un día estaba hablando con una anciana de origen japonés acerca del tiempo, y ésta le dijo de repente que se había dejado la puerta de su dormitorio abierta, y desapareció. Otra vez, un hombre puso como excusa que se había olvidado el sombrero en sus otros pantalones, y a éstos, en la lavandería. El caso que más le sorprendió fue un adolescente, que a los treinta segundos de charla, mientras el chico le relataba como había salido el partido de Boca, su voz fue subiendo de tono hasta alcanzar un nivel insoportable, y para cuando el hombre abrió los ojos y se sacó las manos de las orejas, ya no estaba.

Al final terminaba llegando el colectivo. Se subía, uno veinte, el colectivero preguntaba hasta dónde, uno veinticinco entonces, porque no se acordaba exactamente. Iba hasta el fondo, aunque no hubiera asientos. A los diez minutos ya se empezaba a impacientar y miraba afuera, tratando de ver, a través de la niebla, cuándo se tenía que bajar.

Y siempre pasaba lo mismo: descendía del colectivo, y justo cuando iba a entrar al edificio, cuando iba a averiguar el sentido de su viaje, de su vida, se despertaba de nuevo. Castigo de Dios.

viernes, 1 de octubre de 2010

El futuro

Era el año 2330, y la tecnología había avanzado tanto que los hombres podían vivir hasta los 150 años. Por supuesto, sin embargo, para lograr esto se debían cuidar y seguir las Reglas de Buena Salud, que habían sido convertidas en ley al empezar el vigésimo cuarto siglo.

Evaristo Rotchild salió de su casa exactamente a las 8:30, momento en el que el sol, según su I.M.P. (Informe Meteorológico Personal), se escondía detrás del Banco Ciudad, permitiéndole cruzar la calle hasta llegar al subterráneo sin que loa dañinos rayos dorados le pegaran en la cara, aumentando sus posibilidades de contraer cáncer de piel.

Acto seguido, bajó los treinta y seis escalones de la entrada del subte, los volvió a subir, y los volvió a bajar mientras recitaba una página entera de la Biblia; así cubría la mitad sus ejercicios diarios de memoria y físicos. Además, ciertos investigadores habían descubierto que la gente de fe, estadísticamente, vivía más, así que, por ley, todos debían creer en algún Dios. Eso sí, la humanidad había madurado y había libertad de religión: se podía elegir a cualquier dios, pero tenía que ser (al menos) uno.

Después de trabajar ocho horas (separadas en tres bloques de dos horas y cuarenta minutos cada uno), quitó sus manos de su teclado ergonómico, se levantó de su silla, y volvió a su casa, donde no le esperaba nadie.

Era muy común que los hombres de más de cuarenta años, como Rotchild, estuvieran solos. Se permitía a las personas tener una pareja, pero sólo por cinco años como máximo con la misma, ya que, según los expertos, más de seis años de matrimonio sacaban lo peor de la gente, y las discusiones matrimoniales empeoraban el psiquis del individuo, y lo volvían propenso a ataques cerebrales. Evaristo se había cansado de tener que cambiar de mujer por cuarta vez, como muchos otros, y había decidido seguir la vida sólo, hasta que los secretarios del club al que estaba afiliado (todos debían estar asociados a un club) trataran de hablarle de, presentarle, aconsejarles que salieran, en una palabra, asignarle otra pareja.

Cada niño tenía acceso a tres salidas a un parque o un campo por semana, y cada adulto, a dos. E. R. ya las había agotado, así que se dispuso a agarrar el libro para terminar con la lectura obligatoria de la semana. Ya eran las siete y media cuando se acordó, de golpe, que el sol estaría escondiéndose en el horizonte ya. Para que no dañe la retina, bajó las persianas y encendió una luz artificial. Sin embargo, después prendió el televisor, y sintonizó el Canal de las Cosas Bellas, para poder ver el crepúsculo desde allí. Era un hombre sensible.

Viendo en una pantalla lo que no le permitían ver a través de su ventana, Evaristo sonrió, verdaderamente feliz en su mundo perfecto.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Ensayo sobre la contaminación sonora

Ruidos. La calle está llena de ruidos, la vida está plagada de sonidos molestos que interrumpen nuestro hilo de pensamiento. Estamos leyendo, y nos sobresaltamos por el ruido que produce una moto arrancando su motor. Jugamos al fútbol, y un avión que pasa nos desconcentra y erramos el tiro. Lamentablemente, el mundo de hoy en día está contaminado. Y la contaminación sonora es algo que nos debería preocupar a todos; el gobierno debería solucionar esto, dedicarle un pequeño presupuesto al menos, pero no lo hace ¿Por qué? Porque son irresponsables.

¿Acaso me equivoco? Argentina es considerada el tercer país con mayor nivel de contaminación sonora de todo el mundo. Los subtes no tienen aire acondicionado, por lo que las ventanas deben permanecer abiertas, y el ruido del aparato taladra los oídos de las víctimas que van a trabajar. Esto es un hecho que no se puede negar.

Por eso, señores pasajeros, les vendo estos tapones para los oídos, a tan solo $22. Sí, escucharon bien, por tan solo…

(…)

martes, 28 de septiembre de 2010

Entrada de un Diario

Eran las 17:30 cuando terminó el último bloque de la tarde. La hora de inglés había pasado tan lenta que pareció que había durado tres semanas y media; no había ni siquiera un mosquito allí para observar su interesante vuelo.

Mientras pensaba en todo esto, y tratando de acordarme que materia había tenido a la mañana (y fracasando estrepitosamente), bajé las escaleras - gracias a Dios no teníamos clase en un subsuelo, estaba tan cansado que me habría quedado a dormir en el colegio con tal de no subir catorce escalones.

Como todos saben, el tiempo es relativo. Mientras una explicación sobre las causas de la Batalla de los Cien Años puede parecer que dura tres extenuantes horas, podría jurar que, aunque sólo charlé cinco minutos con unos amigos, cuando llegué a planta baja y volví a mirar mi reloj eran las 17:50. Fue en ese momento cuando me di cuenta que el día siguiente no sería feriado.

Empecé a caminar con un amigo tratando de evitar a esas zapatillas con cabeza que eran los chicos de 6to grado que venían a visitar ORT, atrapados por la promesa falsa de la supuesta disponibilidad ilimitada de Laptops y Palms durante horas de clase.

Finalmente, después de esperar aproximadamente tres semanas el colectivo que iba a venir lleno, lo vi venir, resplandeciente, en el horizonte. Protegido por la mirada de un guardia desarmado (contratado por la escuela), me subí, sabiendo que estaría despierto en mi casa por cinco minutos, durmiendo otros diez, y luego empezaría otro maravilloso día.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Genito

De todas las mascotas que tuvo, Genito, la última que vi, fue la que más tiempo sobrevivió a los múltiples experimentos de Juan.

El chico era muy curioso e inquieto. Quería ser físico, químico, biólogo marino, leñador, orfebre, herrero, estilista, peluquero, y para practicar, usaba todo lo que tenía a su alcance: la lámpara de su bisabuela, un reloj de plata, la mesa de la cocina, la computadora del padre, el grifo del baño, la cerradura de la puerta de entrada, las cortinas, la televisión, pero sobre todo, a sus queridas mascotas.

Los papás del pequeño estaban fascinados por los animales, y habían comprado varias docenas de peces, dos perros, tres gatos, varios hamsters, y se rumoreaba que un puercoespín. Muchos de estos seres terminaron desapareciendo, algunos regalados, y otros se habían ido a una granja según lo que Juan entendía. Lo curioso era que estos últimos, antes de irse, habían pasado bajo algún experimento del pibe.

Genito ya tenía 8 años cuando Juan cumplió él los 13. A todos en el barrio nos sorprendía la cantidad de vidas que el animal tenía sin ser un gato. Todos estaban encantados con que lo que ellos llamaban “crueldad hacia los animales del pequeño monstruito” hubiera disminuido, pero yo no pensaba lo mismo. Aunque poco después me mudé a Vicente Lopez, una duda nunca dejó de asaltarme la cabeza: ¿El perro era indestructible, o la pubertad y la televisión habían absorbido para siempre la imaginación del pobre chico? Que sociedad, eh…

Hombre

Ya era una rutina: todos los días, al salir de la cama, iba primero al baño; luego saludaba con un beso a su mujer, tomaba un café bien cargado que ella le había preparado, y salía a trabajar.

Era un laburante desde los dieciséis años. Comenzó ayudando a su tío en la ferretería, y luego de un tiempo, cuando éste se jubiló, le compró la tienda a bajo precio, fue casi un regalo. Con gran esfuerzo, amplió el negocio, compró un terreno más grande, y convirtió al pequeño local en un gran establecimiento multiservicio, pero especializado en tunear automóviles y demás objetos.

Siendo gerente general de una gran empresa, no tenía que hacer un gran trabajo físico, pero igualmente debía ir todos los días a su oficina a coordinar las finanzas y a los empleados.

Llegaba a las 9:30 todos los días, siempre puntual, tomaba otro café de la máquina, jugaba al Solitario en la computadora para distraerse, ya que él era el jefe, y luego chequeaba números. Solía contratar o despedir a un empleado cada dos semanas, para evitar el aburrimiento y no tener que pagarles jubilación.

A las 12:15 se iba a almorzar a su restaurante favorito, uno grande de la avenida Corrientes de tipo buffet. Le encantaba, su padre lo había llevado muchas veces cuando era chico; y, aunque hubieran remodelado el lugar, le seguía recordando a su niñez.

Volvía luego a la oficina, y si se sentía de buen humor, mandaba a bajar los precios de algunos productos. No lo hacía por marketing; tenía suficiente dinero (gracias a otros negocios) como para no tener que preocuparse por cómo estaban las ventas en su local, de todas formas el caudal de dinero que lo que comenzó siendo ferretería le entregaba era bastante amplio

A la hora de cenar volvía a su casa. Comía lo que a su mujer se le había ocurrido preparar ese día; le mentía a su mujer (“Serías una excelente chef, mi amor”), leía un capítulo del libro que estuviera en su mesita de luz, hacía el amor con su esposa, y se dormían.

Se despertaba a las 7:30, sudoroso y solo en un cuarto sucio y desordenado como todos los días, se quedaba un rato despierto mirando al techo (para que el sueño fuera más real, se lo debía alternar con la vigilia) y luego tomaba otra pastilla más y se dormía, delirando con esa vida falsa en la que era feliz. No somos nadie para juzgarlo.

Cuatro

Se estaba muriendo, eso era claro. El señor de bata blanca se lo había dicho, fingiendo una gran tristeza.

Últimamente veía peor, distinguía mal los colores de los objetos; incluso algunos eran invisibles para él.

Lo peor era saber que su vida estaba acabando poco a poco. Sentía que sus fuerzas menguaban cada día,

lenta pero inexorablemente su cuerpo se iba apagando, sus fuerzas disminuían sin remedio.

Las primeras tardes jugaba ajedrez con su mujer, pero cuando ésta comenzó a ganarle no

quiso hacerlo más. A la semana ya ni se acordaba de como hacer un jaque mate pasillo.

Su esposa lo siguió acompañando, de todas formas. Se sentaba a su lado en la cama

Del hospital, y charlaban. Cada vez el hombre podía hablar menos, así que ella le contaba

que había hecho durante el día, mientras él la escuchaba, fingiendo que no estaba celoso

de que ella pudiera vivir, y disfrutar la vida, pero él no. Se enteraba del ascenso que le habían dado, del

nuevo libro que estaba leyendo, del shampoo que había comprado, del

nuevo disco de los Bee Gees, del capítulo nuevo, de las promesas de un político; se mareaba,

y confundía las noticias. El nuevo par de anteojos rosa, el reloj de pulsera que le regaló

la depiladora, el paraguas que perdió, los Bee Gees, el capítulo, el shampoo, el reloj del político,

el libro, el ascenso, le dolía la cabeza e intentaba comprender, no podía.

Las visitas de su mujer aumentaban conforme empeoraba su situación.

Ya había perdido sensibilidad en gran parte de su cuerpo,

sólo se sentía mejor cuando se ponía a recordar los juegos de su niñez…

Casi no notaba a las enfermeras cambiando las sábanas;

ya estaba impaciente por irse. Lo único que lo mantenía

a flote era la mano de su mujer sobre la suya.

El último día deliró todo el día. Una hora estaba

en Chile durante la guerra, la siguiente estaba

en su vieja casa de Palermo Viejo.

Afiebrado, pedía con lo que él creía

que eran gritos hielo para enfriarse.

Antes de que su alma abandonara

su cuerpo, se dio cuenta de que

nada era real,

sólo su enfermedad,

y su muerte próxima.

La mujer había muerto

15 años atrás.

Y sólo podía acordarse que el nombre de ella comenzaba con

A.

Pepe

Cristian y Pepe eran inseparables; al menos eso creía Pepe. Una cosa era cierta: eran muy amigos. Sin embargo, una tercera persona podría afirmar, sin lugar a dudas, que Cristian era el líder. Esto era indiscutible. Pepe lo seguía a todos lados. Era casi su sombra, lo quería mucho, pero sobre todo lo admiraba, lo miraba siempre con devoción.

Igualmente, Cristian era buen amigo. Muchas veces le compraba regalos, y una riquísima comida que Pepe no tenía ni idea de quién la hacía ni cómo, pero le encantaba.

Era muy habitual ver a Pepe dormir con Cristian en el cuarto; el segundo en su cama, Pepe en un sillón, le resultaba más cómodo. No charlaban mucho antes de dormir; en todo caso, Cristian le contaba cosas que le habían pasado en el día, mientras el otro lo escuchaba atentamente.

Un día nefasto, estaban paseando por el barrio, y Cristian cruzó imprudentemente la calle, cuando vio a un camión yendo rápido hacia él. Ladrando, Pepe lo empujó, sacrificándose: su amigo cayó a un lado, quedando a salvo, mientras el otro quedaba frente al vehículo, que iba hacia él a toda velocidad.

La primavera

Fue 21 de septiembre, y un Dios inexistente envió la primavera al mundo. El rayo, luego de pasar primero por los países de economía central, llegó a Argentina. Se extendió (tal como se bifurcan las ramas de un nogal, un abeto, pero nunca un ciprés) por todo nuestro país, hasta pasar por Buenos Aires.

Esquivando estudiantes enamorados, y alumnos alcoholizados, revivió a las plantas del Jardín Botánico. El individuo de azul que coordinaba al tránsito en este día laboral tan complicado se asombró cuando el pasto comenzó a crecer a sus pies hasta cubrirle las orejas.

Un hombre creyó ver el ruido que la primavera hizo al deslizarse como centella para destruir los últimos vestigios del invierno en Plaza Flores, pero era sólo un efecto secundario de algo que no se acordaba ni que era.

Le cerró la puerta en la cara al invierno, al que todos temíamos que se quedara después de la fecha límite. Le costó, pero luchó incansablemente para ganarle. Luego de esto, se mostró a la gente, para recibir sus merecidos aplausos. A los chicos ni les importó, ni sabían si era la primavera, o si un prócer había muerto defendiendo nuestra patria: era un día feriado, faltaban al colegio, y punto final.

El elefante

No tardé mucho en darme cuenta que el asistente de la biblioteca era un elefante. A medida que pasaba mi mirada por su trompa, por sus cortas, pero gruesas piernas, y por su ridícula corbata con dibujos de manubrios, no pude dejar de preguntarme si era un elefante parlante. Sin dudas lo parecía, o al menos era un elefante inteligente; seguramente podía calcular un logaritmo natural sin problemas (sólo los elefantes con algo de raciocinio usan corbata). Luego me pregunté por qué estaría parado sobre sus dos patas traseras. En realidad no por qué, sino cómo. Dicha forma de pararse para dicho animal contradecía no sólo absolutamente todas las leyes de la física, sino también muchas de la química, la filosofía, la zoología, e incluso de la alquimia, esa antigua disciplina tan llena de misterios.

Debí hacer un gran esfuerzo para que mi hilo de pensamientos no me alejara del objetivo original: conseguir una copia del nuevo libro de Stephenie Meyer, “Atardecer”, para quemarlo ceremoniosamente al compás de un tambor. Me dispuse a preguntarle al paquidérmico bibliotecario si la novela se encontraba en el sistema, cuando me di cuenta que no podía. El elefante no podría de ninguna manera presionar los botones necesarios para obtener la información que yo necesitaba. No, no podría, excepto que… Mientras me inclinaba lentamente sobre el mostrador para fijarme si el teclado era de proporciones gigantescas (hay tantos inventos en el mercado, que bien puede haber teclados para elefantes), tomé conciencia de otro impedimento: el elefante nunca podría usar una computadora, ¡le tendría miedo al mouse!

Estaba disponiéndome a huir de la biblioteca, hacia la libertad, cuando tuve la brillante idea de preguntarle de todas formas si tenía el libro, arriesgándome a que el elefante fuera mudo y quedar en ridículo. Sin embargo, antes tenía que saber su nombre, para no parecer maleducado. Miré de reojo a su compañera, una jirafa con sombrero, y me di cuenta que había muchísimos más animales en la biblioteca. Mientras ese zoológico carnívoro comenzaba a devorarme, tomé conciencia de que no necesitaba preguntarle su identidad: en el pecho del elefante había una etiqueta que decía claramente, escrito con una caligrafía perfectamente legible, su nombre: Alejandro.