miércoles, 23 de noviembre de 2011
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martes, 26 de abril de 2011
El drogadicto
Se levantó de la silla en la que había estado sentado durante casi una hora ya y fue hacia su mesita de luz. Agarró cinco píldoras de un frasco y se las fue metiendo en la boca, apurándolas con un vaso de agua.
Cinco minutos después ya se encontraba durmiendo, en su mundo soñado, nuevamente. Salió de la cama, saludó con un beso a su mujer, tomó un café bien cargado que ella le había preparado, y salió a trabajar, como siempre.
Allí era un laburante desde los dieciséis años. Había comenzado ayudando a su tío en la ferretería, y luego de un tiempo, cuando éste se jubiló, le compró la tienda a bajo precio, fue casi un regalo. Con gran esfuerzo, amplió el negocio, compró un terreno más grande, y convirtió al pequeño local en un gran establecimiento multiservicio, pero especializado en tunear automóviles y demás objetos.
Siendo gerente general de una gran empresa, no tenía que hacer un gran trabajo físico, pero igualmente debía ir todos los días a su oficina a coordinar las finanzas y a los empleados.
La rutina era siempre la misma. Llegaba a las 9:30 todos los días, siempre puntual, tomaba otro café de la máquina, jugaba al Solitario en la computadora para distraerse, ya que él era el jefe, y luego chequeaba números. Solía contratar o despedir a un empleado cada dos semanas, para evitar el aburrimiento y no tener que pagarles jubilación.
A las 12:15 se iba a almorzar a su restaurante favorito, uno grande de la avenida Corrientes de tipo buffet. Le encantaba, su padre lo había llevado muchas veces cuando era chico; y, aunque hubieran remodelado el lugar, le seguía recordando a su niñez.
Volvía luego a la oficina, y si se sentía de buen humor, mandaba a bajar los precios de algunos productos. No lo hacía por marketing; tenía suficiente dinero (gracias a otros negocios) como para no tener que preocuparse por cómo estaban las ventas en su local, de todas formas el caudal de dinero que lo que comenzó siendo ferretería le entregaba era bastante amplio
A la hora de cenar volvía a su casa. Comía lo que a su mujer se le había ocurrido preparar ese día; le mentía a su mujer (“Serías una excelente chef, mi amor”), leía un capítulo del libro que estuviera en su mesita de luz, hacía el amor con su esposa, y se dormían.
Se despertó, sudoroso y solo en un cuarto sucio y desordenado como todos los días, se quedó un rato mirando el techo (para que el sueño fuera más real, se debía alternar con la vigilia) y fue a buscar el frasco. Esta vez tomó seis.
martes, 15 de febrero de 2011
Frágil
Fede rompió a llorar. Se había quedado con hambre.
La mamá, para no malcriarlo, o tal vez porque no tuviera más comida preparada, lo calló de un coscorrón y fue a lavar los platos. Pasados unos segundos, el chico comenzó de nuevo. Y más fuerte. Su madre subió el volumen a medida que el nivel del llanto crecía. Debía tener cierta experiencia en poner límites, o un corazón de piedra, o ambas cosas. Sin embargo, no se puede negar que quería a su hijo, pues en un momento giró la cabeza, por intuición maternal, por esa conexión especial que tiene uno con la carne de su carne y la sangre de su sangre, y, al ver algo raro, fue corriendo hacia él.
No podía explicarse que era lo que estaba fuera de lo normal. Durante varios minutos, revisó al chico, hasta que se dio cuenta por qué se había alarmado: él estaba masticando algo. No había más comida. Imposible. No podía haber abierto la heladera, no llegaba a la manija.
Dio un grito. Y luego otro. Y se llevó la mano al corazón. Al niño le faltaba un pedazo de carne, en el antebrazo. No había nada rojo, el único líquido visible seguía saliendo por los ojos de su hijo, que ahora lloraba silenciosamente.
Pensó que estaba soñando, y eso la tranquilizó. Parecía que Fede hubiera comido, él solito, parte de su cuerpo, con ninguna consecuencia negativa inmediata, como si todo su ser estuviera hecho de caramelo.
Al preguntarle, confirmó que su cuerpo realmente tenía gusto a caramelo, aunque no tan dulce. Sin embargo, no se asustó: estaba segura que era todo un sueño. Tan convencida se encontraba, que se mordió un dedo para darse cuenta que ella también era comestible. Y rica. No teniendo nada que perder, y como la sensación era muy real, se comió toda su mano derecha.
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No era un sueño. Ya habían pasado varios días y varios hechos parecidos se habían presentado por el barrio. La gente andaba desesperada. El delirio, al volverse colectivo, dejaba de ser delirio. La presencia de otras personas en la misma situación ayudaba a confirmar la realidad.
Este extrañísimo fenómeno comenzó a propagarse por toda la ciudad. La gente había dejado de ser de carne y hueso, para transformarse en algo más. No se sabía qué. Eran comestibles. No sentían nada cuando les arrancaban un pedazo del cuerpo (aunque seguían conservando los otros cuatro sentidos).
El gobierno estableció prioridades. La juventud era peligrosa para sí misma, en especial los niños pequeños. Se les obligó a usar guantes, y dejar la menor cantidad de piel visible. Al principio tuvieron miedo de ataques de animales, pero si antes los humanos, a fin de cuentas, también eran comestibles, ¿por qué tener miedo ahora?
Poco a poco la gente se fue acostumbrando. Las partes del cuerpo perdidas eran reemplazadas con prótesis de cerámica articuladas. Había ciertos accidentes; cada semana la madre de Fede escuchaba de algún conocido que debía ir al cirujano.
Veinte años después, quedaban tan pocos seres humanos con el cuerpo “original” que había que tener suerte para ver uno en todo el día. La gente había comenzado a tener cuidado al saludar a otros (la cerámica era frágil). Parecían robots recelosos y solitarios. Fiestas no, deporte no, nada peligroso, para protegerse de accidentes.
El sexo había desaparecido, naturalmente. Al perder la habilidad de sentir, no había ningún beneficio por estar con otra persona.
Un futuro muy incierto se cernía sobre esos seres de cerámica que habían perdido su humanidad.
viernes, 21 de enero de 2011
Carta
Estimado Sumo Pontífice:
Me extraña y horroriza haberme despertado de mi largo descanso y que, en pleno siglo XXI, en medio de un desarrollo tecnológico increíble, que raya en lo mágico, más de la mitad de la población mundial crea firmemente que Dios es el Gran Creador del Mundo y del Universo. Agradezco que
No hay pruebas de qué pasó hace millones de años. No sabemos como murieron los dinosaurios, ¿cómo podríamos siquiera vislumbrar el comienzo de una respuesta a la gran interrogante que carcome a la humanidad? Ustedes le dan una respuesta a sus adeptos que podría haber sido sacada de un sombrero de proporciones bíblicas, lleno de papeles con cientos de otras teorías semejantes, y piden que nosotros tengamos Fe. Todo está escrito en
¿No lo nota? La mentira se alimenta de sí misma. Admiro, sin embargo, a
Se justifican diciendo que necesariamente hay algo infinito: al mirar para atrás en el tiempo, siempre tuvo que existir algo antes. Y ese algo no tuvo comienzo. Siempre estuvo ahí. Y se llama Dios.
¿Y si el tiempo es cíclico? El universo termina, y vuelve a empezar. Entonces el universo es perpetuo y nadie lo creó ¿Es el universo Dios?
También podemos ser un experimento de ciencia de algún ser que vive en un mundo que a su vez es el experimento de otro ente y así sucesivamente. Y en esa teoría no interviene ningún Creador barbudo y resplandeciente con forma humana. O, por qué no, Dios nos creó a todos, pero su forma física no es la misma que, sorpresa, la raza dominante.
No sé. Tal vez tengan razón, tal vez no. Yo, prefiero no poder dormir cada noche haciéndome siempre la misma pregunta a, como usted, vivir tranquilo y sedado por lo que ustedes llaman Cristianismo.
Friedrich Nietzche.