sábado, 22 de septiembre de 2012

Nunca conocí otro pueblo como ese. Allí, hacía tanto frío que para salir a la calle debías usar, como mínimo,  tres abrigos. La gente prácticamente se pasaba la vida adentro de sus casas. Las compras a los mercados se hacían una vez por mes, quedando las alacenas capaces de alimentar a varios regimientos de soldados,...cosa que efectivamente sucedía.
Por más extraño que parezca, no era raro ver grupos de gente del Ejército solicitar comida. Estaban en todo su derecho, pues la función que cumplían era vital. Protegían a los pueblerinos de los Mercaderes, comerciantes de abrigos de piel robados por ellos mismos. Se trataba de una red de crimen organizado que se intentaba combatir hace muchos años, sin éxito.
Corría un rumor escalofriante por el pueblo durante la época en la que lo visité. Se decía que los abrigos estaban escaseando, la demanda crecía, y para suplirla los Mercaderes secuestraban gente y la utilizaban como mano de obre en el tejido de los abrigos...y también como materia prima para la confección de los mismos. No era imposible: cuero y lana casi no había, y el cabello y la piel humanas son una excelente defensa contra el frío.
Era imposible no comprarles abrigos. Los necesitabas para sobrevivir y, sin embargo, no podías evitar sentir escalofríos al pensar que la vestimenta podía ser humana, y el humano podía haber sido un conocido tuyo. O al menos eso me decía la gente. Yo no tenía amigos en ese pueblo, simplemente había ido a controlar mis negocios, que estaban prosperando. No hablaré de ellos, me parece muy vanidoso que un narrador -¡y de la historia de un pueblo!- de detalles sobre su propia vida, que además no vienen a cuento.
Sí mencionaré que a un mes de mi llegada, todo comenzó a irse a pique. Mis empleados comenzaron a desaparecer, dejándome cada vez más preocupado. La peor parte era que yo, a diferencia de los ciudadanos, sabía donde estaban, pero ¿de qué me servía? ¿Cómo demonios iba a sacarlos de esa maldita cárcel?
Los soldados estaban escalando mucho en la captura de mis trabajadores. A las tres semanas ya se habían llevado a mi secretario personal y al gerente general de mi fábrica más preciada.
Era terrible. Por primera vez en años, tenía que ir yo mismo y dirigir personalmente los procesos. Había sido una mala decisión, después de todo, empezar con el nuevo proyecto.
Cuentan las malas lenguas que al quebrar me suicidé. La gente no sabe mi verdadera identidad, o más bien la del jefe de la mafia.
Se equivocan, yo sigo aquí, a la espera. El negocio pudo haber terminado, mi Invierno pudo haberse acabado, pero el ser humano siempre tendrá necesidades. Y las personas como yo existimos para aprovecharnos de ellos al máximo.
Ya encontraré algo más.