domingo, 13 de marzo de 2016

TOC TOC

 Hace poco, en mi barrio, se puso de moda tener TICs. El mío es un poco simple: pestañeo cerrando los ojos con fuerza, muy seguido. Sin embargo, por ahí pululan otros mucho más dignos de mención. Sin ir más lejos, mi hermano hace ruido con las articulaciones de sus rodillas. La señora de enfrente, una anciana de apariencia respetable, apoya la lengua sobre el puente de la nariz cuando está impaciente. Es famoso también un hombre que, esté donde esté, si encuentra una mancha en su ropa, no puede evitar escupirla. Y esto no es una exageración: no se moja un dedo y frota la prenda. Una mezcla de saliva y a veces mocos sale disparada de su boca hacia la mancha, esté ésta en su traje o en sus zapatos. La mayoría de las veces el escupitajo sólo empeora el asunto, esparciendo aun más la suciedad. No importa. El hombre se siente lleno de nuevo.

 Una mujer afirmaba que sin previo aviso levantaba las cejas y las mantenía así durante días enteros, sin poder bajarlas...lo que le duró días fue el rubor que la pintó cuando yo mismo descubrí dos minúsculos ganchitos de abrochadora que ella usaba como cirugía plástica barata para mantener la mentira. Es así: en todo ambiente competitivo surgen personas sin escrúpulos que inventan algo carente de esencia para poder subir al pedestal.

 Este fenómeno de los TICs pronto fue evolucionando y traspasó las fronteras de mi barrio. No tardaron en hacerse ferias, certámenes. La nación entera comenzó a hablar del tema; los noticieros exaltaban a las masas. Como suele pasar con las modas que crecen demasiado rápido, sin tiempo de madurar, esto que había empezado como efusivas charlas en el pasillo del edificio sobre quién era el más raro, pronto se tiñó de envidia, histeria e inseguridades.

 Mientras la gente se mataba por la nueva arbitrariedad a la que idolatraban, un fenómeno casi ficticio surgía a nivel internacional. En efecto, las ciudades y los países mismos se humanizaban a través de sus gobiernos, y se daban ínfulas de poseer, como nosotros, TICs. Así, de pronto un país invadía a otro y luego le pedía disculpas , como si lo hubiera pisado sin querer y fuera propenso a ese acto. A otro se le dañaba una central nuclear, contaminando a una de sus metrópolis más importantes y matando a todos sus habitantes, y después decía, riendo forzadamente, que no lograba controlar sus gases cuando estaba nervioso.

 Los misiles y ataques aéreos también se justificaban, pero como estornudos. Las revueltas y tumultos, ronchas producto de rascarse involuntariamente. La situación mundial, producto de la competencia entre los países por ver quién tenía la mayor cantidad de TICs, o tal vez sólo poniendo como excusa dicha competencia, comenzó a caer hacia el abismo. Y mientras un general de cierto ejército apretaba sin querer un gran botón rojo, mientras todo se derrumbaba, mientras los últimos televidentes aclamaban el gran acto fallido, el general pensó en si debería cambiar de terapeuta.

martes, 19 de enero de 2016

:-(

 En toda mi vida no vi a más de dos amigos llorar. Uno de ellos me cuenta, sin embargo, acerca de un curioso happening que solía hacerse en Buenos Aires en los años ochenta. Según él, grandes grupos de de conocidos solían juntarse, una vez cada tanto, en la casa de alguno, con el fin de llorar todos juntos. Era arte a lo Marta Minujín, según Esteban.

 Recuerda una tarde en especial. No sabe quién puso casa; eso no importa, dice. Después de tantos años, es sólo un nombre. Varios, él incluido, cayeron temprano. Casi todos llevaban alguna cosita a la fiesta, para compartirla: pañuelitos perfumados, algo muy livianito para picar, agua para no deshidratarse.

 Bromeaban, sonaba alguna guitarrista melancólica de fondo; alguien, un olvidadizo, propuso jugar un juego de mesa. Lo callaron sin violencia. Durante un rato hubo silencio, hasta que uno, sonriendo despacito, sugirió "¿empezamos?" .

 Ahora bien, Esteban recuerda que todos tenían velocidades distintas. Hubo un par que ni bien oyeron esa palabra, prorrumpieron en llanto; otros, tímidos, o tal vez con pánico escénico, no se animaban. Siempre estaba el que necesitaba sonarse ruidosamente la nariz antes de comenzar.

 Todos, a los diez minutos, lloraban a moco tendido. Se miraban a los ojos, luego miraban para abajo, paraban un poquito, sonreían, y volvían a empezar.

 Cada tanto había algún abrazo sentido y con ganas; nunca un beso ("¿por?" "no sé"). El que lloraba sobre el piso de madera era regañado. "Lloren sobre la alfombra, que para eso está, carajo" exclamaba la dueña de la casa, entre hipos.

 En eso cayó la noche, y el éxtasis no había disminuido. La situación era bella: uno tirado en el piso, abrazado a una almohada; otros tres, exhaustas, casi durmiendo; un par descansado espalda contra espalda.

 Los pañuelos ya se habían acabado hacía rato. Alguno se empieza a reír a carcajadas, sin previo aviso ni consideración por el estado de ánimo de los otros; lo rajan. Se ve, mientras, como una de las chicas, temblando, va al baño. Está un buen rato.

 Gracias a que tienen la visión nublada por las lágrimas, tardan bastante en entender qué había pasado.

"¿Gracias a?" interrumpo a Esteban. "Ojalá hubiéramos tardado toda la noche" responde. Y lo último que alcanza a decir antes de ahogarse en su llanto es "charco" y "gritos".