viernes, 29 de octubre de 2010
Controlar el ascensor
miércoles, 13 de octubre de 2010
Privacidad
La privacidad es un tema muy importante. Más en la actualidad, cuando es casi nula. Todo lo que posteamos en forma digital persiste indefinidamente, según mi profesor de catequismo.
Y no crean que es paranoia [al menos no todo]. Hay gente detrás de la cortina con gigantescas bases de datos con nuestra información personal: números de cuentas bancarias, direcciones, contraseñas, la forma de las llaves de nuestras casas u oficinas (que podrían replicar en un abrir y cerrar de ojos), nuestra religión, ideología política, incluso nuestros gustos.
Mucha de esta información podría y será utilizada en uno de esos secuestros Express, tan populares ahora, como le sucedió al primo de la amiga de mi peluquero [teoría de los seis grados, lo has hecho de nuevo].
Las redes sociales son incompatibles con nuestra forma actual de vida: ¿cómo podríamos seguir utilizando tarjetas de crédito, débito y demás, sabiendo que en cualquier momento, un desconocido a miles de kilómetros de distancia nos las puede robar a través de
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miércoles, 6 de octubre de 2010
Ajedrez
La vida casi es una gigantesca partida de ajedrez. Al menos, tiene ciertas semejanzas. Por ejemplo, en las guerras, el objetivo principal es matar al comandante enemigo, se sabe que si la cabeza perece, el cuerpo termina desapareciendo también.
Además, cada persona se mueve diferente por la vida, y tiene puntos fuertes y débiles, al igual que las piezas de ajedrez.
Transitamos como peones hasta lograr un título, y así convertirnos en Alguien.
Nos rodeamos de gente más débil de nosotros para protegernos.
Nos manejamos dentro de un mundo tan pequeño que una decisión, por más pequeña que sea, influye significativamente.
Muchas veces conseguimos lo que queremos actuando de forma repentina, tomando por sorpresa al otro.
Sin embargo, hay una diferencia entre la vida y el ajedrez: cuando uno no tiene nada que hacer con su vida por algún factor, si no sabe que mover a continuación, o no puede hacer nada, no son tablas, es jaque mate.
lunes, 4 de octubre de 2010
Loop
Siempre era lo mismo. Se despertaba, desayunaba tres tostadas con mermelada, apurado, porque estaba tarde, salía y, mientras bajaba el ascensor, se ajustaba la camisa y la corbata.
La tormenta, sin llegar a ser terrorífica, lo dejaba hecho una sopa ni bien ponía un pie afuera del edificio. Corriendo y sin paraguas (apenas la capucha del impermeable), llegaba a la parada y se perdía al colectivo por unos pocos segundos.
Refunfuñando, se paraba bajo la protección de un techo, y sacaba Rayuela de su mochila. Justo en ese momento se ponía a llover de lado, y el libro quedaba estropeado por el agua.
Ya más enojado, trataba de distraerse mirando a los autos pasar. A veces un desconocido que esperaba la misma línea que él se le ponía a hablar; en ese caso, él se mostraba simpático, aunque sabía que la persona, en algún momento, diría algo completamente irracional y se iría corriendo. Un día estaba hablando con una anciana de origen japonés acerca del tiempo, y ésta le dijo de repente que se había dejado la puerta de su dormitorio abierta, y desapareció. Otra vez, un hombre puso como excusa que se había olvidado el sombrero en sus otros pantalones, y a éstos, en la lavandería. El caso que más le sorprendió fue un adolescente, que a los treinta segundos de charla, mientras el chico le relataba como había salido el partido de Boca, su voz fue subiendo de tono hasta alcanzar un nivel insoportable, y para cuando el hombre abrió los ojos y se sacó las manos de las orejas, ya no estaba.
Al final terminaba llegando el colectivo. Se subía, uno veinte, el colectivero preguntaba hasta dónde, uno veinticinco entonces, porque no se acordaba exactamente. Iba hasta el fondo, aunque no hubiera asientos. A los diez minutos ya se empezaba a impacientar y miraba afuera, tratando de ver, a través de la niebla, cuándo se tenía que bajar.
Y siempre pasaba lo mismo: descendía del colectivo, y justo cuando iba a entrar al edificio, cuando iba a averiguar el sentido de su viaje, de su vida, se despertaba de nuevo. Castigo de Dios.
viernes, 1 de octubre de 2010
El futuro
Era el año 2330, y la tecnología había avanzado tanto que los hombres podían vivir hasta los 150 años. Por supuesto, sin embargo, para lograr esto se debían cuidar y seguir las Reglas de Buena Salud, que habían sido convertidas en ley al empezar el vigésimo cuarto siglo.
Evaristo Rotchild salió de su casa exactamente a las 8:30, momento en el que el sol, según su I.M.P. (Informe Meteorológico Personal), se escondía detrás del Banco Ciudad, permitiéndole cruzar la calle hasta llegar al subterráneo sin que loa dañinos rayos dorados le pegaran en la cara, aumentando sus posibilidades de contraer cáncer de piel.
Acto seguido, bajó los treinta y seis escalones de la entrada del subte, los volvió a subir, y los volvió a bajar mientras recitaba una página entera de
Después de trabajar ocho horas (separadas en tres bloques de dos horas y cuarenta minutos cada uno), quitó sus manos de su teclado ergonómico, se levantó de su silla, y volvió a su casa, donde no le esperaba nadie.
Era muy común que los hombres de más de cuarenta años, como Rotchild, estuvieran solos. Se permitía a las personas tener una pareja, pero sólo por cinco años como máximo con la misma, ya que, según los expertos, más de seis años de matrimonio sacaban lo peor de la gente, y las discusiones matrimoniales empeoraban el psiquis del individuo, y lo volvían propenso a ataques cerebrales. Evaristo se había cansado de tener que cambiar de mujer por cuarta vez, como muchos otros, y había decidido seguir la vida sólo, hasta que los secretarios del club al que estaba afiliado (todos debían estar asociados a un club) trataran de hablarle de, presentarle, aconsejarles que salieran, en una palabra, asignarle otra pareja.
Cada niño tenía acceso a tres salidas a un parque o un campo por semana, y cada adulto, a dos. E. R. ya las había agotado, así que se dispuso a agarrar el libro para terminar con la lectura obligatoria de la semana. Ya eran las siete y media cuando se acordó, de golpe, que el sol estaría escondiéndose en el horizonte ya. Para que no dañe la retina, bajó las persianas y encendió una luz artificial. Sin embargo, después prendió el televisor, y sintonizó el Canal de las Cosas Bellas, para poder ver el crepúsculo desde allí. Era un hombre sensible.
Viendo en una pantalla lo que no le permitían ver a través de su ventana, Evaristo sonrió, verdaderamente feliz en su mundo perfecto.