martes, 15 de febrero de 2011

Frágil

Fede rompió a llorar. Se había quedado con hambre.

La mamá, para no malcriarlo, o tal vez porque no tuviera más comida preparada, lo calló de un coscorrón y fue a lavar los platos. Pasados unos segundos, el chico comenzó de nuevo. Y más fuerte. Su madre subió el volumen a medida que el nivel del llanto crecía. Debía tener cierta experiencia en poner límites, o un corazón de piedra, o ambas cosas. Sin embargo, no se puede negar que quería a su hijo, pues en un momento giró la cabeza, por intuición maternal, por esa conexión especial que tiene uno con la carne de su carne y la sangre de su sangre, y, al ver algo raro, fue corriendo hacia él.

No podía explicarse que era lo que estaba fuera de lo normal. Durante varios minutos, revisó al chico, hasta que se dio cuenta por qué se había alarmado: él estaba masticando algo. No había más comida. Imposible. No podía haber abierto la heladera, no llegaba a la manija.

Dio un grito. Y luego otro. Y se llevó la mano al corazón. Al niño le faltaba un pedazo de carne, en el antebrazo. No había nada rojo, el único líquido visible seguía saliendo por los ojos de su hijo, que ahora lloraba silenciosamente.

Pensó que estaba soñando, y eso la tranquilizó. Parecía que Fede hubiera comido, él solito, parte de su cuerpo, con ninguna consecuencia negativa inmediata, como si todo su ser estuviera hecho de caramelo.

Al preguntarle, confirmó que su cuerpo realmente tenía gusto a caramelo, aunque no tan dulce. Sin embargo, no se asustó: estaba segura que era todo un sueño. Tan convencida se encontraba, que se mordió un dedo para darse cuenta que ella también era comestible. Y rica. No teniendo nada que perder, y como la sensación era muy real, se comió toda su mano derecha.

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No era un sueño. Ya habían pasado varios días y varios hechos parecidos se habían presentado por el barrio. La gente andaba desesperada. El delirio, al volverse colectivo, dejaba de ser delirio. La presencia de otras personas en la misma situación ayudaba a confirmar la realidad.

Este extrañísimo fenómeno comenzó a propagarse por toda la ciudad. La gente había dejado de ser de carne y hueso, para transformarse en algo más. No se sabía qué. Eran comestibles. No sentían nada cuando les arrancaban un pedazo del cuerpo (aunque seguían conservando los otros cuatro sentidos).

El gobierno estableció prioridades. La juventud era peligrosa para sí misma, en especial los niños pequeños. Se les obligó a usar guantes, y dejar la menor cantidad de piel visible. Al principio tuvieron miedo de ataques de animales, pero si antes los humanos, a fin de cuentas, también eran comestibles, ¿por qué tener miedo ahora?

Poco a poco la gente se fue acostumbrando. Las partes del cuerpo perdidas eran reemplazadas con prótesis de cerámica articuladas. Había ciertos accidentes; cada semana la madre de Fede escuchaba de algún conocido que debía ir al cirujano.

Veinte años después, quedaban tan pocos seres humanos con el cuerpo “original” que había que tener suerte para ver uno en todo el día. La gente había comenzado a tener cuidado al saludar a otros (la cerámica era frágil). Parecían robots recelosos y solitarios. Fiestas no, deporte no, nada peligroso, para protegerse de accidentes.

El sexo había desaparecido, naturalmente. Al perder la habilidad de sentir, no había ningún beneficio por estar con otra persona.

Un futuro muy incierto se cernía sobre esos seres de cerámica que habían perdido su humanidad.