viernes, 29 de octubre de 2010

Controlar el ascensor

Siendo el edificio donde vivíamos de tal magnitud, era lógico que la posesión del ascensor fuera tan importante. Bajar o subir por el único que había era siempre considerado una victoria, más todavía si lograbas viajar solo, o al menos no apretujado con una gran parte de una docena de personas (es automático y si lo llaman mientras está andando, se detiene en ese piso cuando pasa por él).
El primer día de la Guerra fue el 10 de Noviembre, pero todo había comenzado mucho antes: ya en Octubre los Finuchetti dejaban abierta la puerta del vehículo vertical en su piso, con mala intención, para que no se escapara. La semana siguiente trajo una sorpresa: la puerta de esos malvados apareció con ralladuras en la madera, y el ascensor apareció estancado, con su picaporte atado con una cuerda a la puerta del departamento del 7mo B. Creo que allí vivían unos recién casados. Lo único que sé es que no aguantaron ni tres semanas más al empezar la verdadera pelea y abandonaron su hogar para siempre.
El ascensor fue cambiando de manos durante un tiempo; de una forma relativamente pacífica. Palabras cruzadas, se llegó a ver alguna que otra piña, pero nada más.
Al igual que la Primera Guerra Mundial, todo estalló por un atentado: no al el heredero de la Corona imperial austro-húngara, sino a la viejecita del segundo piso. Lamentablemente, debo admitir que yo fui el victimario. Estaba bajando en el glorioso aparato a la verdulería, cuando me di cuenta que este estaba a punto de detenerse. Tenía un plan, y este consistía básicamente en cuatro bombitas (globos) rellenados con agua. Apenas se abrieron las puertas, se las tiré en la cara, y explotaron. Así de fácil y rápido. Doscientos gramos de agua y un poco de aire fueron la causa de esta lucha incansable que continúa hasta hoy.
No me alcanzan las palabras para describir lo que sucedió durante los siguientes días. El vecino de la anciana se enfureció y me persiguió, bajando por las escaleras mientras yo iba por el ascensor, para darme una tunda. Mis hermanos se vengaron. La familia del hombre también. Se inició una larga cadena de ataques; mi grupo estaba apoyado principalmente por mi familia, muchos de los chicos del edificio, y los inquilinos de los pisos superiores. El resto estaba con la mujer mayor a la que había atacado en un principio. Se hacían llamar “Los damnificados”.
Las armas eran diversas: naranjas, duraznos y manzanas de la frutería-verdulería de Fabián, tizas que los estudiantes robábamos de las escuelas, brillantina que tirábamos en la cara de los otros.
El que controlaba el ascensor tenía una gran ventaja, claramente. Mi papá había encontrado la forma de lograr que el ascensor no fuera automático, así que durante el mes de Diciembre podíamos ir rápidamente a cualquier piso y derramar baldes con lavandina en el piso para lastimar la nariz de esos malditos. Guerra psicológica según mi viejo; creo que no significa eso.
Hablando de mi papá, se fue de viaje por negocios; me dejó a mí, a pesar de tener sólo 17, como jefe del clan. (En Navidad los dos grupos se subdividieron: ahora somos ocho y parece que los Menéndez se quieren ir también a lo del clan de los del cuarto)
Me manejo bastante bien como líder. Las decisiones difíciles las comento con mi hermano mayor, y estamos ganando terreno. Ayer recuperamos una pequeña parte de la escalera de servicio. Creo que el fin de esto no se encuentra lejos; en algún momento se calmarán los ánimos. Sin embargo, le tengo miedo a lo que podría pasar en la próxima reunión de consorcio.

1 comentario: