viernes, 1 de octubre de 2010

El futuro

Era el año 2330, y la tecnología había avanzado tanto que los hombres podían vivir hasta los 150 años. Por supuesto, sin embargo, para lograr esto se debían cuidar y seguir las Reglas de Buena Salud, que habían sido convertidas en ley al empezar el vigésimo cuarto siglo.

Evaristo Rotchild salió de su casa exactamente a las 8:30, momento en el que el sol, según su I.M.P. (Informe Meteorológico Personal), se escondía detrás del Banco Ciudad, permitiéndole cruzar la calle hasta llegar al subterráneo sin que loa dañinos rayos dorados le pegaran en la cara, aumentando sus posibilidades de contraer cáncer de piel.

Acto seguido, bajó los treinta y seis escalones de la entrada del subte, los volvió a subir, y los volvió a bajar mientras recitaba una página entera de la Biblia; así cubría la mitad sus ejercicios diarios de memoria y físicos. Además, ciertos investigadores habían descubierto que la gente de fe, estadísticamente, vivía más, así que, por ley, todos debían creer en algún Dios. Eso sí, la humanidad había madurado y había libertad de religión: se podía elegir a cualquier dios, pero tenía que ser (al menos) uno.

Después de trabajar ocho horas (separadas en tres bloques de dos horas y cuarenta minutos cada uno), quitó sus manos de su teclado ergonómico, se levantó de su silla, y volvió a su casa, donde no le esperaba nadie.

Era muy común que los hombres de más de cuarenta años, como Rotchild, estuvieran solos. Se permitía a las personas tener una pareja, pero sólo por cinco años como máximo con la misma, ya que, según los expertos, más de seis años de matrimonio sacaban lo peor de la gente, y las discusiones matrimoniales empeoraban el psiquis del individuo, y lo volvían propenso a ataques cerebrales. Evaristo se había cansado de tener que cambiar de mujer por cuarta vez, como muchos otros, y había decidido seguir la vida sólo, hasta que los secretarios del club al que estaba afiliado (todos debían estar asociados a un club) trataran de hablarle de, presentarle, aconsejarles que salieran, en una palabra, asignarle otra pareja.

Cada niño tenía acceso a tres salidas a un parque o un campo por semana, y cada adulto, a dos. E. R. ya las había agotado, así que se dispuso a agarrar el libro para terminar con la lectura obligatoria de la semana. Ya eran las siete y media cuando se acordó, de golpe, que el sol estaría escondiéndose en el horizonte ya. Para que no dañe la retina, bajó las persianas y encendió una luz artificial. Sin embargo, después prendió el televisor, y sintonizó el Canal de las Cosas Bellas, para poder ver el crepúsculo desde allí. Era un hombre sensible.

Viendo en una pantalla lo que no le permitían ver a través de su ventana, Evaristo sonrió, verdaderamente feliz en su mundo perfecto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario