jueves, 5 de febrero de 2015

https://www.youtube.com/watch?v=GcMPL239F5A

 El lisiado bajó del camello y contempló el oasis de lágrimas que lo salvaría. Lo alimentó, pero apenas.

 Dicen que las aguas son el producto de la desesperación conjunta de un pueblo desplazado. Quién sabe.

 El hombre movió la cabeza ligeramente más cerca de la superficie. En su aldea no había maravillas de esta índole; el agua envasada no reflejaba la luz diurna en incontables destellos refulgentes.

 Cuántas veces el oasis habrá salvado a algún desventurado caminante. Y cuántos otros seres habrán muerto sin agua por creer al oasis una mera ilusión, sin tomar el regalo de aguas saladas pero satisfacientes.

 Mas el lisiado quería calmar una sed más íntima. Había caminado harto, frío en su determinación bajo un sol calcinante, y su travesía finalizaba aquí y ahora.

 Despreciado de nacimiento, ignorado desde la adolescencia, este desdichado tenía todo el costado izquiredo endiablado, como decía su madre. Ahora hombre, pero igual de débil de cuerpo, el lisiado intentaría al menos reponer su espíritu. Se miró en el salado espejo, cambiando de a poco su postura, y disfrutando-cada-movimiento hasta lograr un perfecto perfil que hacía ver a su reflejo, a su yo (que hasta parecía otro) como un ser más, sin defectos, un ser apto para el cariño.

 Habiendo logrado su más grande deseo,
habiendo llenado su más tremenda necesidad,
el hombre alimentó las aguas, toda su esencia brotando cristalinamente a través del único ojo que le devolvía la mirada desde abajo.

 Luego, vacío, su organismo se disolvió en el aire. Sólo quedó el oasis para llorar en silencio.

 Desde ese día, nadie se alimenta de esas aguas. Se podía soportar que fueran saladas, pero no que - ahora - sean amargas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario