martes, 21 de diciembre de 2010

Religón

Desde el año 2300 aproximadamente, todos eran ateos. O al menos eso le habían dicho a Alejandro. Lo cierto es que sus padres lo habían educado para que no creyera en dios, así como sus abuelos a estos.

El chico tenía, en su colegio, un bloque obligatorio en el que debía estudiar a Darwin y el origen de las especies; en otro se discutía la vida más allá de la muerte y en el tercero, menos filosófico y el que menos le gustaba, hablaban de por qué las sociedades antiguas creían en dios (cómo la religión era símbolo de poder; cuándo se había convertido en un negocio).

Nunca le habían contado de la Revolución que cambió todo. Las evidencias de la quema de iglesias, sinagogas y mezquitas se habían, valga la redundancia, quemado. El atentado al Papa fue narrado en los diarios como un accidente. Las horcas que habían servido de consumación del cambio se habían armado en secreto, en un paraje desierto. Allí habían muerto altos dirigentes religiosos. Antes ricos y poderosos, dejaron de respirar vestidos en harapos, sucios y llorosos, rogándole al dios que habían utilizado durante toda su vida. Con sangre y fuego se había tachado todo lo divino de la faz de la Tierra.

Alejandro tenía miedo. No se lo decía a nadie, pero temía a la muerte. Se dio cuenta en la adolescencia que en algún momento iba a dejar de existir y no iba a pasar nada más.

No era el único al que la pasaba esto. Muchos sufrían una crisis así en algún momento de su vida. A veces el sentimiento se prolongaba mucho tiempo. Para distraerlos, para hacerlos sentir más vivos, para hacerles olvidar, el gobierno había instaurado diversos juegos y establecimientos de diversión gratuita.

La gente iba, quizás con demasiada frecuencia. Deberían haberse dado cuenta, llegó un punto, a mediados de los cincuenta, en el que había una cola de veinticinco personas en cada C.D. (Centro de Diversiones). Alejandro a veces pasaba por allí, pero prefería leer, investigar. Buscaba libros sobre el tema que más le preocupaba, aunque sin demasiado éxito.

Ya era una costumbre que sacara, una vez por semana, un libro que le parecía que contendría información relevante. Así, un día encontró uno que hablaba del Cielo, de los ángeles, de las buenas acciones que te llevaban arriba y las malas abajo. Y se obsesionó con el tema.

¡Por fin le había encontrado solución a la vida! ¡Iba a poder dormir sin pensar durante horas en la cama!

Hizo un grupo secreto en su facultad; se reunían a rezar y hacer buenas acciones. Comenzaron a sospechas, así que se movieron a su sótano. Alejandro dejó de trabajar. Total, ¿para qué? En el Cielo todo iba a ser perfecto, sólo se esforzaba en complacer a Dios. La vida de acá no importaba. El único y verdadero propósito de estar en la Tierra era ganarse una parcela celeste.

Dejó de estudiar, de trabajar. Copió las vestiduras de una imagen de un monje de un libro y se encerró, lejos de su familia, en una casucha en las afueras. Se volvió un ermitaño. Y lentamente comenzó la divina tarea de idiotizar a los campesinos que merodeaban por allí

Pronto el gobierno se enteró, y mandó discretamente fuerzas policiales para encerrarlo.

Ese día hacía mucho viento. Los cuatro agentes comenzaron a rodear la casa del hombre, cuando este salió; parecía que había adivinado la presencia de sus futuros guardianes.

Comenzó a nublarse. Cayó una lenta garúa que se convirtió rápidamente en lluvia. Rayos, truenos. Los cuatro individuos de azul se asustaron, pensando que quizá el hombre al que iban a apresar tenía algo de divino. Casi se podía sentir la furia de Dios.

Pero no. Era sólo la tormenta. Cesó, se lo llevaron y luego persiguieron a los otros miembros del grupo del preso, destruyendo así el germen que, según la gente en el poder, podría haber corrompido nuevamente a la humanidad.

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