martes, 28 de octubre de 2014

Hospitales II (Julieta)

 En un hospital conocí a mi verdadero amor. Se llamaba Julieta, era socióloga, y nunca supe qué demonios hacía allí si se la veía perfectamente bien. Al menos, nuestras conversaciones parecían sanas, y aparentemente eran aprobadas por la Comisión de Charlas Catárticas porque nunca nos separaron.

 La CCC era la herramienta más poderosa del gobierno hospitalario. Pocos sabían de su existencia; incluso yo me olvidé de la misma varias veces. Plantaban micrófonos en todo lugar peligroso. Lo más detestable no era que incluso había varios en las duchas - donde si cantabas Schönberg te aseguro que te metían preso (más preso) -, sino que (yo sospechaba), operaban incluso fuera del establecimiento.

 No, no fue mi familia la que me puso acá. Fue la Comisión. Descubrieron que yo era demasiado lúcido y me sacaron del Sol para jamás volver a verlo.

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 Julieta pareciera que estuvo aquí desde siempre. Conoce el lugar mucho mejor que todos; nos cuenta de habitaciones de las que nunca oímos hablar, y de torturas tan inverosímiles que parecen la pesadilla de un loco.

 Y este hospital se confunde, ya no se sabe quiénes son los trabajadores, quiénes los CCC, y quiénes los enfermos. Todo gira en un remolino, en un arcoiris: micrófonos negros chupadores de espíritu, micrófonos rojos manchados de violencia y exasperación, guardias grises mirándonos como desde otro plano, un hombre de azul cuyo único objetivo es evitar el de los enfermos (escaparnos), nosotros de un rosa pálido que parece burlarse de nuestra ceguera, y Julieta, ¡ah!, Julieta la de la lapicera verde (y bata blanca). Julieta la de ojos pardos en su mirada dulce. Y bata blanca. Julieta la de la bata blanca.

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