martes, 3 de febrero de 2015

Julio

 Julio es un mes difícil para el vagabundeo, y más aun para Felipe, quien desde su nacimiento es pobre y ciego.

 No describiré su aspecto físico, que a él le importa bien poco. Sí hablaré, en cambio, de lo que lo hace especial: el hombre puede modificar el tono, brillo y volumen de su voz a voluntad.

 En el mundo de los ciegos, Felipe es rey. A falta de un ojo, su no modesta habilidad hace al dicho.

 El ser se pasea a sus anchas por la vagabunda comunidad de gente más débil que él. De poca moral, Felipe imita ya la voz de un patrón, ya la del marido de una mujer de labios legendariamente carnosos, y roba cuanta riqueza y besos puede.

 Nadie puede identificar a Felipe con el malvado ladrón: este cubre muy bien sus pasos, nunca deja una prenda reconocible por el tacto olvidada. En público, a su voz la deja estática, sosa, baja: la de un hombre inocente. Ay de Felipe si no fuera tan astuto.

 Y astutos (aunque un poco menos) resultaron ser todos los otros ciegos. El levantamiento que hubo hacía una década, siendo yo un pibe, dio vuelta los papeles.

 No me pregunten cómo nos rendimos tan fácilmente; tan solo diré una verdad universal: quién menos tiene que perder, más se anima a jugarse la vida por una causa.

 Ahora somos nosotros los ojos de los ciegos, y ellos mandan. Claramente sabemos todo sobre Felipe, sobre su habilidad única, pero no nos atrevemos a denunciarlo y romper así el soportable equilibrio en que nos encontramos. ¿Quién  sabe si, sin amenazas, nuestros amos no oprimirían más la soga que nos ahoga?

 Entonces, marchitos, decadentes, sin fe en nosotros mismos, esperamos y esperamos, rogándole a Dios que nos ilumine el camino. Nosotros, aunque tengamos ojos, no lo podemos ver.

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