jueves, 16 de mayo de 2013

Nosotros

 La invención de la clonación llevó a un gran aumento en el ego promedio de la gente. Las personas antes se tomaban turnos durante una conversación para hablar de sí mismos, debiendo así esperar el relato de algo muy aburrido por parte del otro para poder contarles luego una historia increíblemente interesante.
 Ahora podían comprar un nuevo amigo igual a ellos que no solo escuchaba extasiado sus temas y opiniones, ¡sino que también coincidía en todo!
 Naturalmente, los clones eran destruidos a las veinticuatro horas, porque pasado ese tiempo habían tenido nuevas experiencias y se volvían peligrosamente independientes, llegando a discutir con su original.
 Semejante derroche de plasma y sangre no suponía un ataque demasiado feroz a la economía mundial, ya fuera por una mágica infinitud de los recursos naturales de una sociedad avanzada, o por capricho de un Dios existente.
 Lo que sí gestaron estas creaciones y destrucciones rutinarias fue un lento despertar en el instinto de supervivencia de los clones. Estos, que comenzaban a existir con todas las experiencias vividas del yo del que habían venido, pronto comenzaron a entender que iban a ser apagados al día.

 Y se opusieron. Eran el único estrato social que todavía no tenía derechos.
 No podían escaparse (eran legítima propiedad de sus dueños). Tampoco se los podía dejar vivir: ¿qué iban a hacer? ¿Poblar diariamente un planeta distinto con los clones hechos ese día? Imposible. Parece bella la idea de tener réplicas viviendo de distintas formas tu vida, como si esta se fuera ramificando hasta el infinito, y poder buscar el caso en el que te animaste a hacer tal cosa con tal para ver cómo habría salido; pero la realidad era que no había tantos planetas habitables. O al menos no en esa realidad.
 La situación incluso iba empeorando de a poco, ya que estas gentes sin derechos tardaban cada vez menos en disentir con sus dueños, ya que estaban automáticamente en desacuerdo sobre temas existenciales; por poner un ejemplo, si ellos mismos calificaban como seres humanos. Por esto, y para satisfacer el hambre de los egos de la humanidad, los líderes mundiales ejecutaban la gigantesca máquina de clonación cada lapsos cada vez más cortos.
 Pronto, muchos dueños comenzaron a albergar a sus clones. Todavía no estaba penado por la ley matarlos, pero muchos ya se habían empezado a apiadar de ellos (al sentirse tan identificados, pudiéndose poner en su lugar).
 Por inercia mental o social, la máquina seguía funcionando y, al cabo de un par de años, semejante cantidad de personas no cabía en el planeta. No podían, como ya vimos (y por simple tendencia al infinito), colocar cada grupo de clones que iban creando en un planeta distinto.
 Sin embargo, sí poseían los recursos suficientes para que cada ser - y su inmensa cantidad de compañeros idénticos - tuvieran un mundo para ellos mismos. La gente no sufriría; hacía mucho tiempo que había dejado de necesitar al otro. Vivían más que felices, rodeados de sus realmente semejantes.
 La persona más poderosa de la Tierra se quedó con ella. Los otros se fueron dispersando, poblando las galaxias. Y, pasadas varias décadas, era hermoso ver como en cada mundo, cada grupo descomunal de ancianos iguales se iba muriendo en compañía de todos los otros, contándose una última anécdota increíblemente interesante, prometiéndose verse al otro lado.