martes, 26 de abril de 2011

El drogadicto

Se levantó de la silla en la que había estado sentado durante casi una hora ya y fue hacia su mesita de luz. Agarró cinco píldoras de un frasco y se las fue metiendo en la boca, apurándolas con un vaso de agua.

Cinco minutos después ya se encontraba durmiendo, en su mundo soñado, nuevamente. Salió de la cama, saludó con un beso a su mujer, tomó un café bien cargado que ella le había preparado, y salió a trabajar, como siempre.

Allí era un laburante desde los dieciséis años. Había comenzado ayudando a su tío en la ferretería, y luego de un tiempo, cuando éste se jubiló, le compró la tienda a bajo precio, fue casi un regalo. Con gran esfuerzo, amplió el negocio, compró un terreno más grande, y convirtió al pequeño local en un gran establecimiento multiservicio, pero especializado en tunear automóviles y demás objetos.

Siendo gerente general de una gran empresa, no tenía que hacer un gran trabajo físico, pero igualmente debía ir todos los días a su oficina a coordinar las finanzas y a los empleados.

La rutina era siempre la misma. Llegaba a las 9:30 todos los días, siempre puntual, tomaba otro café de la máquina, jugaba al Solitario en la computadora para distraerse, ya que él era el jefe, y luego chequeaba números. Solía contratar o despedir a un empleado cada dos semanas, para evitar el aburrimiento y no tener que pagarles jubilación.

A las 12:15 se iba a almorzar a su restaurante favorito, uno grande de la avenida Corrientes de tipo buffet. Le encantaba, su padre lo había llevado muchas veces cuando era chico; y, aunque hubieran remodelado el lugar, le seguía recordando a su niñez.

Volvía luego a la oficina, y si se sentía de buen humor, mandaba a bajar los precios de algunos productos. No lo hacía por marketing; tenía suficiente dinero (gracias a otros negocios) como para no tener que preocuparse por cómo estaban las ventas en su local, de todas formas el caudal de dinero que lo que comenzó siendo ferretería le entregaba era bastante amplio

A la hora de cenar volvía a su casa. Comía lo que a su mujer se le había ocurrido preparar ese día; le mentía a su mujer (“Serías una excelente chef, mi amor”), leía un capítulo del libro que estuviera en su mesita de luz, hacía el amor con su esposa, y se dormían.

Se despertó, sudoroso y solo en un cuarto sucio y desordenado como todos los días, se quedó un rato mirando el techo (para que el sueño fuera más real, se debía alternar con la vigilia) y fue a buscar el frasco. Esta vez tomó seis.