jueves, 30 de septiembre de 2010

Ensayo sobre la contaminación sonora

Ruidos. La calle está llena de ruidos, la vida está plagada de sonidos molestos que interrumpen nuestro hilo de pensamiento. Estamos leyendo, y nos sobresaltamos por el ruido que produce una moto arrancando su motor. Jugamos al fútbol, y un avión que pasa nos desconcentra y erramos el tiro. Lamentablemente, el mundo de hoy en día está contaminado. Y la contaminación sonora es algo que nos debería preocupar a todos; el gobierno debería solucionar esto, dedicarle un pequeño presupuesto al menos, pero no lo hace ¿Por qué? Porque son irresponsables.

¿Acaso me equivoco? Argentina es considerada el tercer país con mayor nivel de contaminación sonora de todo el mundo. Los subtes no tienen aire acondicionado, por lo que las ventanas deben permanecer abiertas, y el ruido del aparato taladra los oídos de las víctimas que van a trabajar. Esto es un hecho que no se puede negar.

Por eso, señores pasajeros, les vendo estos tapones para los oídos, a tan solo $22. Sí, escucharon bien, por tan solo…

(…)

martes, 28 de septiembre de 2010

Entrada de un Diario

Eran las 17:30 cuando terminó el último bloque de la tarde. La hora de inglés había pasado tan lenta que pareció que había durado tres semanas y media; no había ni siquiera un mosquito allí para observar su interesante vuelo.

Mientras pensaba en todo esto, y tratando de acordarme que materia había tenido a la mañana (y fracasando estrepitosamente), bajé las escaleras - gracias a Dios no teníamos clase en un subsuelo, estaba tan cansado que me habría quedado a dormir en el colegio con tal de no subir catorce escalones.

Como todos saben, el tiempo es relativo. Mientras una explicación sobre las causas de la Batalla de los Cien Años puede parecer que dura tres extenuantes horas, podría jurar que, aunque sólo charlé cinco minutos con unos amigos, cuando llegué a planta baja y volví a mirar mi reloj eran las 17:50. Fue en ese momento cuando me di cuenta que el día siguiente no sería feriado.

Empecé a caminar con un amigo tratando de evitar a esas zapatillas con cabeza que eran los chicos de 6to grado que venían a visitar ORT, atrapados por la promesa falsa de la supuesta disponibilidad ilimitada de Laptops y Palms durante horas de clase.

Finalmente, después de esperar aproximadamente tres semanas el colectivo que iba a venir lleno, lo vi venir, resplandeciente, en el horizonte. Protegido por la mirada de un guardia desarmado (contratado por la escuela), me subí, sabiendo que estaría despierto en mi casa por cinco minutos, durmiendo otros diez, y luego empezaría otro maravilloso día.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Genito

De todas las mascotas que tuvo, Genito, la última que vi, fue la que más tiempo sobrevivió a los múltiples experimentos de Juan.

El chico era muy curioso e inquieto. Quería ser físico, químico, biólogo marino, leñador, orfebre, herrero, estilista, peluquero, y para practicar, usaba todo lo que tenía a su alcance: la lámpara de su bisabuela, un reloj de plata, la mesa de la cocina, la computadora del padre, el grifo del baño, la cerradura de la puerta de entrada, las cortinas, la televisión, pero sobre todo, a sus queridas mascotas.

Los papás del pequeño estaban fascinados por los animales, y habían comprado varias docenas de peces, dos perros, tres gatos, varios hamsters, y se rumoreaba que un puercoespín. Muchos de estos seres terminaron desapareciendo, algunos regalados, y otros se habían ido a una granja según lo que Juan entendía. Lo curioso era que estos últimos, antes de irse, habían pasado bajo algún experimento del pibe.

Genito ya tenía 8 años cuando Juan cumplió él los 13. A todos en el barrio nos sorprendía la cantidad de vidas que el animal tenía sin ser un gato. Todos estaban encantados con que lo que ellos llamaban “crueldad hacia los animales del pequeño monstruito” hubiera disminuido, pero yo no pensaba lo mismo. Aunque poco después me mudé a Vicente Lopez, una duda nunca dejó de asaltarme la cabeza: ¿El perro era indestructible, o la pubertad y la televisión habían absorbido para siempre la imaginación del pobre chico? Que sociedad, eh…

Hombre

Ya era una rutina: todos los días, al salir de la cama, iba primero al baño; luego saludaba con un beso a su mujer, tomaba un café bien cargado que ella le había preparado, y salía a trabajar.

Era un laburante desde los dieciséis años. Comenzó ayudando a su tío en la ferretería, y luego de un tiempo, cuando éste se jubiló, le compró la tienda a bajo precio, fue casi un regalo. Con gran esfuerzo, amplió el negocio, compró un terreno más grande, y convirtió al pequeño local en un gran establecimiento multiservicio, pero especializado en tunear automóviles y demás objetos.

Siendo gerente general de una gran empresa, no tenía que hacer un gran trabajo físico, pero igualmente debía ir todos los días a su oficina a coordinar las finanzas y a los empleados.

Llegaba a las 9:30 todos los días, siempre puntual, tomaba otro café de la máquina, jugaba al Solitario en la computadora para distraerse, ya que él era el jefe, y luego chequeaba números. Solía contratar o despedir a un empleado cada dos semanas, para evitar el aburrimiento y no tener que pagarles jubilación.

A las 12:15 se iba a almorzar a su restaurante favorito, uno grande de la avenida Corrientes de tipo buffet. Le encantaba, su padre lo había llevado muchas veces cuando era chico; y, aunque hubieran remodelado el lugar, le seguía recordando a su niñez.

Volvía luego a la oficina, y si se sentía de buen humor, mandaba a bajar los precios de algunos productos. No lo hacía por marketing; tenía suficiente dinero (gracias a otros negocios) como para no tener que preocuparse por cómo estaban las ventas en su local, de todas formas el caudal de dinero que lo que comenzó siendo ferretería le entregaba era bastante amplio

A la hora de cenar volvía a su casa. Comía lo que a su mujer se le había ocurrido preparar ese día; le mentía a su mujer (“Serías una excelente chef, mi amor”), leía un capítulo del libro que estuviera en su mesita de luz, hacía el amor con su esposa, y se dormían.

Se despertaba a las 7:30, sudoroso y solo en un cuarto sucio y desordenado como todos los días, se quedaba un rato despierto mirando al techo (para que el sueño fuera más real, se lo debía alternar con la vigilia) y luego tomaba otra pastilla más y se dormía, delirando con esa vida falsa en la que era feliz. No somos nadie para juzgarlo.

Cuatro

Se estaba muriendo, eso era claro. El señor de bata blanca se lo había dicho, fingiendo una gran tristeza.

Últimamente veía peor, distinguía mal los colores de los objetos; incluso algunos eran invisibles para él.

Lo peor era saber que su vida estaba acabando poco a poco. Sentía que sus fuerzas menguaban cada día,

lenta pero inexorablemente su cuerpo se iba apagando, sus fuerzas disminuían sin remedio.

Las primeras tardes jugaba ajedrez con su mujer, pero cuando ésta comenzó a ganarle no

quiso hacerlo más. A la semana ya ni se acordaba de como hacer un jaque mate pasillo.

Su esposa lo siguió acompañando, de todas formas. Se sentaba a su lado en la cama

Del hospital, y charlaban. Cada vez el hombre podía hablar menos, así que ella le contaba

que había hecho durante el día, mientras él la escuchaba, fingiendo que no estaba celoso

de que ella pudiera vivir, y disfrutar la vida, pero él no. Se enteraba del ascenso que le habían dado, del

nuevo libro que estaba leyendo, del shampoo que había comprado, del

nuevo disco de los Bee Gees, del capítulo nuevo, de las promesas de un político; se mareaba,

y confundía las noticias. El nuevo par de anteojos rosa, el reloj de pulsera que le regaló

la depiladora, el paraguas que perdió, los Bee Gees, el capítulo, el shampoo, el reloj del político,

el libro, el ascenso, le dolía la cabeza e intentaba comprender, no podía.

Las visitas de su mujer aumentaban conforme empeoraba su situación.

Ya había perdido sensibilidad en gran parte de su cuerpo,

sólo se sentía mejor cuando se ponía a recordar los juegos de su niñez…

Casi no notaba a las enfermeras cambiando las sábanas;

ya estaba impaciente por irse. Lo único que lo mantenía

a flote era la mano de su mujer sobre la suya.

El último día deliró todo el día. Una hora estaba

en Chile durante la guerra, la siguiente estaba

en su vieja casa de Palermo Viejo.

Afiebrado, pedía con lo que él creía

que eran gritos hielo para enfriarse.

Antes de que su alma abandonara

su cuerpo, se dio cuenta de que

nada era real,

sólo su enfermedad,

y su muerte próxima.

La mujer había muerto

15 años atrás.

Y sólo podía acordarse que el nombre de ella comenzaba con

A.

Pepe

Cristian y Pepe eran inseparables; al menos eso creía Pepe. Una cosa era cierta: eran muy amigos. Sin embargo, una tercera persona podría afirmar, sin lugar a dudas, que Cristian era el líder. Esto era indiscutible. Pepe lo seguía a todos lados. Era casi su sombra, lo quería mucho, pero sobre todo lo admiraba, lo miraba siempre con devoción.

Igualmente, Cristian era buen amigo. Muchas veces le compraba regalos, y una riquísima comida que Pepe no tenía ni idea de quién la hacía ni cómo, pero le encantaba.

Era muy habitual ver a Pepe dormir con Cristian en el cuarto; el segundo en su cama, Pepe en un sillón, le resultaba más cómodo. No charlaban mucho antes de dormir; en todo caso, Cristian le contaba cosas que le habían pasado en el día, mientras el otro lo escuchaba atentamente.

Un día nefasto, estaban paseando por el barrio, y Cristian cruzó imprudentemente la calle, cuando vio a un camión yendo rápido hacia él. Ladrando, Pepe lo empujó, sacrificándose: su amigo cayó a un lado, quedando a salvo, mientras el otro quedaba frente al vehículo, que iba hacia él a toda velocidad.

La primavera

Fue 21 de septiembre, y un Dios inexistente envió la primavera al mundo. El rayo, luego de pasar primero por los países de economía central, llegó a Argentina. Se extendió (tal como se bifurcan las ramas de un nogal, un abeto, pero nunca un ciprés) por todo nuestro país, hasta pasar por Buenos Aires.

Esquivando estudiantes enamorados, y alumnos alcoholizados, revivió a las plantas del Jardín Botánico. El individuo de azul que coordinaba al tránsito en este día laboral tan complicado se asombró cuando el pasto comenzó a crecer a sus pies hasta cubrirle las orejas.

Un hombre creyó ver el ruido que la primavera hizo al deslizarse como centella para destruir los últimos vestigios del invierno en Plaza Flores, pero era sólo un efecto secundario de algo que no se acordaba ni que era.

Le cerró la puerta en la cara al invierno, al que todos temíamos que se quedara después de la fecha límite. Le costó, pero luchó incansablemente para ganarle. Luego de esto, se mostró a la gente, para recibir sus merecidos aplausos. A los chicos ni les importó, ni sabían si era la primavera, o si un prócer había muerto defendiendo nuestra patria: era un día feriado, faltaban al colegio, y punto final.

El elefante

No tardé mucho en darme cuenta que el asistente de la biblioteca era un elefante. A medida que pasaba mi mirada por su trompa, por sus cortas, pero gruesas piernas, y por su ridícula corbata con dibujos de manubrios, no pude dejar de preguntarme si era un elefante parlante. Sin dudas lo parecía, o al menos era un elefante inteligente; seguramente podía calcular un logaritmo natural sin problemas (sólo los elefantes con algo de raciocinio usan corbata). Luego me pregunté por qué estaría parado sobre sus dos patas traseras. En realidad no por qué, sino cómo. Dicha forma de pararse para dicho animal contradecía no sólo absolutamente todas las leyes de la física, sino también muchas de la química, la filosofía, la zoología, e incluso de la alquimia, esa antigua disciplina tan llena de misterios.

Debí hacer un gran esfuerzo para que mi hilo de pensamientos no me alejara del objetivo original: conseguir una copia del nuevo libro de Stephenie Meyer, “Atardecer”, para quemarlo ceremoniosamente al compás de un tambor. Me dispuse a preguntarle al paquidérmico bibliotecario si la novela se encontraba en el sistema, cuando me di cuenta que no podía. El elefante no podría de ninguna manera presionar los botones necesarios para obtener la información que yo necesitaba. No, no podría, excepto que… Mientras me inclinaba lentamente sobre el mostrador para fijarme si el teclado era de proporciones gigantescas (hay tantos inventos en el mercado, que bien puede haber teclados para elefantes), tomé conciencia de otro impedimento: el elefante nunca podría usar una computadora, ¡le tendría miedo al mouse!

Estaba disponiéndome a huir de la biblioteca, hacia la libertad, cuando tuve la brillante idea de preguntarle de todas formas si tenía el libro, arriesgándome a que el elefante fuera mudo y quedar en ridículo. Sin embargo, antes tenía que saber su nombre, para no parecer maleducado. Miré de reojo a su compañera, una jirafa con sombrero, y me di cuenta que había muchísimos más animales en la biblioteca. Mientras ese zoológico carnívoro comenzaba a devorarme, tomé conciencia de que no necesitaba preguntarle su identidad: en el pecho del elefante había una etiqueta que decía claramente, escrito con una caligrafía perfectamente legible, su nombre: Alejandro.